Desesperación e impotencia.
El clima que se ha desatado en el país, se ve cada día más enrarecido, las noticias dan cuenta de un desastroso panorama, sin ser malinchista, los hechos hablan por sí mismos, tampoco se trata de tapar el sol con un dedo cuando los acontecimientos son más que evidentes. Las conductas arrojan resultados trágicos, los dramas se vuelven cotidianos y la capacidad para evitarlos es prácticamente nula: gobiernos anodinos, negligentes, corruptos e ineficaces, economía deteriorada e inseguridad en apogeo.
El problema no puede desvincularse a la desmedida corrupción e impunidad que prevalece a lo largo y ancho del país. El asunto no es menor y tampoco es cuestión de simple negligencia, ignorancia, incapacidad o de casos aislados, se trata de todo un entramado de complicidades, que ha ido escalando hasta arribar a niveles insostenibles, inclusive raya peligrosamente en la frontera de la seguridad nacional.
La evolución y desarrollo del fenómeno causa escozor, pues ahora se opera desde dos ángulos: comenzando por el tradicional método conocido por todos, la extorsión, mordida, moches, colusión, complicidad y protección. El otro, consiste en trastocar y distorsionar la ley para fabricar culpables, particularmente en contra de aquellos que se resisten a participar, así encontramos delincuentes en la calle, haciendo de las suyas y, muchos inocentes privados de su libertad, padeciendo las injusticias de autoridades venales.
El Poder Judicial ha sucumbido -lo digo con lamento-, a estas detestables prácticas. Desgraciadamente muchos ejemplos existen, más evidente en el ámbito local, de jueces que se prestan a este tipo de maniobras, para después verse favorecidos con promociones como magistrados, circunstancia que los anima a quedar bien con el ejecutivo y, a alejarse de la encomienda de impartir correctamente la justicia.
Dos cuestiones ha engendrado en los últimos años este flagelo: la primera salta a la vista con toda su crudeza, pues valiéndose de la impunidad, es evidente que muchas autoridades sin dimensionar sus actos, han caído en el más brutal de los excesos, les da lo mismo tomar recursos de las arcas públicas, que ordenar ejecuciones en contra de sus enemigos. Tienen que ocurrir casos patéticos como los de Tlatlaya e Iguala para voltear la mirada y observar con desesperación e impotencia la inescrupulosa ley de la selva.
A eso se debe que la ciudadanía ya no cree, no confía y no participa. Tiene un profundo sentimiento de frustración y abandono, a la par de ser rehén de delincuentes disfrazados de autoridad, la sociedad va guardando rencores.
La conciencia colectiva está en espera de acciones más que de discursos que chocan con la realidad, se encuentra ansiosa de que se imponga orden y respeto, de autoridades justas, de gobiernos amistosos, de desterrar la sensación de que no ocurre nada y ávida por encontrar el camino de la legalidad, de la certidumbre, de la honestidad y de la dignidad.
El México que tenemos, no es el México que queremos.
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