El régimen político y la corrupción.
"La corrupción es un vicio de los hombres, no de los tiempos": Séneca.
El flagelo de la corrupción en México se encuentra
estrechamente vinculado al sistema político, consiste en un fenómeno sumamente
arraigado, se considera una práctica habitual, cotidiana y hasta se le
atribuyen connotaciones culturales. Es una cuestión de fondo que ha causado un
enorme proceso de desconfianza y dilatado muchos de los necesarios cambios.
El índice Transparencia Internacional, capítulo México,
señalo en el año 2001, que los dos actores más ligados a la corrupción según la
percepción ciudadana son: los políticos y los policías. Este reporte tiene más
de diez años y aún tiene vigencia. Concuerda con declaraciones publicadas por
la agencia EFE en el 2007, de Eduardo Buscaglia, en su carácter de asesor de la
ONU en materia de corrupción y delincuencia organizada, señalando: "...
entre un 50 y un 60 por ciento de los municipios mexicanos han sido
feudalizados o capturados por el crimen organizado. México está sufriendo un
proceso de feudalización de su sistema político a nivel municipal e irá subiendo
hacia los gobernadores, eso quiere decir que los mismos actores criminales se
están transformando de alcaldes a gobernadores."
Son afirmaciones brutales, duras y pronosticando desde hace
seis años muchos de los acontecimientos que ahora surgen a la luz pública. Así
vemos en estos momentos el caso Granier, como el escándalo de moda, pero
estamos conscientes que ni es el único, ni tampoco se puede apreciar como un
caso aislado. En este país, el sistema político imperante y aún sin desterrar
sus vicios, ha prevalecido un esquema de complicidades y contubernios a lo
largo de la historia, quizás en menor grado a nivel federal, pero incrementado
de manera exponencial en los estados y municipios.
La cuestión es más profunda de lo que parece, ya que las instituciones
encargadas de perseguir los delitos en materia de corrupción se mueven solo
cuando los funcionarios al frente de ellas reciben la encomienda de hacerlo, es
decir, por lo general son excepciones, vinculadas con decisiones políticas o
bien, bajo condiciones escandalosas insostenibles.
Así han pasado las administraciones, de Echeverría, la de
López Portillo con la colina del perro y el negro Durazo con el Partenón, Salinas no fue la excepción, se vino lo de
Mario Ruiz Massieu, después Mario Villanueva, en los últimos años sumamente
cuestionados los gobiernos de Tomás Yarrigton, Sócrates Rizzo, Mario Marín,
Ulises Ruiz, Arturo Montiel, Humberto Moreira, Fidel Herrera, Luis Armando
Reynoso y de muchos presidentes municipales, que escudados en la opacidad y los
controles políticos, han podido hacer de las suyas.
En algún momento se pensó que ese mal endémico se encontraba
en vías de superación, pero esa apreciación es incorrecta, los abusos, excesos
y prácticas tramposas continúan, muchos funcionarios siguen cometiendo actos de
corrupción sin que ocurra nada, aún peor, al desmantelar la Secretaría de la
Función Pública, ni siquiera existe fiscalización, ya que los titulares de las
dependencias nombran a sus cuates como contralores.
El reto es enorme: ¿cómo combatir con eficacia la
corrupción, que prácticamente se da en todos los ámbitos de la vida pública
nacional y se encuentra profundamente arraigada en el sistema político
mexicano? Por otra parte, si no se ataca correctamente, en poco tiempo esto
será un verdadero desorden, donde impere la era de la cleptocracia, es decir,
parafraseando a Jorge Steinleger, el gobierno de los ladrones.
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